Como el hombre de los hielos acechando en la negrura de un bosque de coniferas, sentí, no sé por qué, congoja y soledad aquella mañana de tormenta.

Aquella mañana de tormenta, miraba cuadros que eran puertas cerradas, recostado en un diván de hotel de una ciudad del sur, no sé en qué año. Quizá en el noventa.


Conmigo mismo, a solas, y sin saber darme descanso.
Si hubiera podido echar ancla a resguardo de alguna playa calma. En un florecer de inviernos lejos del mar abierto, varado de espaldas al alma.

Mas fue tan raudo el vuelo, tan cambiante el señuelo, tan rápida la batalla. Salió el sol y fue peor, un viento negro arremolinando las adelfas cuajaba mi ánimo espacial, y me lanzaba a navegar entre aerolitos a traves del ventanal con cortinajes.

A traves del ventanal, como un hombre de los hielos, un rudimentario arco y cuatro flechas,
alentado por la inexplicable tentaciín de la existencia, volvió a encapotarse el cielo.

Como la vida; luz, penumbra, luz. Conmigo mismo a solas y sin saber darme descanso. En la linde del bosque recostado en mi melancolía, instalado como para siempre. Y a lo lejos, la llanura amarilla iluminada por un escueto sol de invernadero.

Sobre el asfalto, el estrepito de la ciudad latiendo. Sobre el asfalto escuchaba, hipnótica, tu voz diciendo: 'No sigas sufriendo'.

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